MIGUEL ANGEL FORNERÍN [mediaisla] Cuando se trata de seleccionar lo que entendemos como fundamental, en este caso del cuento dominicano, creo conveniente apartarse de las convenciones socorridas, de los manuales y de las antologías donde todo cabe.
Ya hemos afirmado que el despliegue narrativo es parte de la identidad de las comunidades, como lo certifica Paul Ricoeur. Y también hemos dicho que ese narrar es parte de nuestro ‘estar en el mundo’. Las narraciones nos ayudan a encontrar respuestas sobre nuestro pasado y a revisar las formas que hemos empleado para hacer posible la vida. De ahí que cuando nos contamos realizamos el relato de la comunidad y cuando leemos recuperamos ese relato desde nuestra propia perspectiva como un discurso que siempre debe incluir al otro: como pensamiento y como problema.
El positivismo y el romanticismo construyeron un relato fundacional y archivado sobre la literatura en que las narraciones fueran recuperadas en otro relato (metarrelato) que se manifiesta en la historia literaria. Ella da cuenta de cuánto se ha escrito en una cultura. Este discurso ha realizado listas de objetos y de sujetos dentro de su propia manera de explicar el pasado y el presente de la escritura. Luego, con la formulación de la teoría de las generaciones, desde Azorín en Clásicos y modernos(1913) o la de Petersen en procura de la ciencia de la literatura (Salinas) y los diversos acercamientos que sobre este tema hicieran José Ortega y Gasset, en El tema de nuestro tiempo (1923), y otros, se instauró, por falta de reflexión teórica, el discurso literario historicista y generacional como verdad.
Además, conceptuar la literatura como escribancia, tal como propusiera Roland Barthes. Es ella la acción del sujeto con la lengua y por un sentido como sentido de la cultura. Olvidarse de ideas preconcebidas: la cuota femenina o de aquellos escritores reconocidos por la mayoría y que no convencen estéticamente.
En Antología esencial del cuento dominicano (mediaIsla/Santuario, 2016) no aparece José Ramón López quien tiene en la historia del cuento una preeminencia sin fundamento. No fue el primero que publicó un libro de cuento moderno; el primero es Juan Bosch, por lo que el premio anual de cuento debe llamarse Juan Bosch y no José Ramón López cuya presencia en el canon se debe a una ideología virilista y política de Joaquín Balaguer, a la sazón Secretario de Educación cuando se instauraron los Premios nacionales (1955). La presencia de López en estos premios no cambia el escribir, pero si nos deja dicho hasta donde seguimos repitiendo las ideologías políticas sobre el discurso literario. Durante la Era de Trujillo no era posible que se reconociera a Juan Bosch como el fundador de una práctica artística en el narrar.
De las mujeres cuentistas, queda Ángela Hernández. Creemos que ha trabajado el cuento con más detenimiento que otras narradoras, que tiene éxitos en la creación de una estética verbal (Bajtin) más que cualquier otra. Por su parte, Aída Cartagena Portalatín en Tablero (1978) presenta una narrativa interesante, pero aún no la vemos dentro de lo mejor de la cuentística dominicana. Lo mismo podemos decir de Manuel Rueda, (Papeles de Sara, 1985) que ya tiene logros significativos en otras ramas de la literatura como el teatro, la poesía y la novela.
El fundamento de la constancia o detenimiento de un escritor es importante en nuestra cultura literaria. Hay muy buenos cuentos, pero pocos cuentistas verdaderamente dedicados. Por ejemplo, un autor que trabajó muy poco el cuento y que tuvo logros significativos fue José M. Sanz Lajara. Su libro El candado (1959) es una recopilación en la que se pueden encontrar más cuentos excelentes que en muchos libros de cuentistas dominicanos. Sobresale en Sanz Lajara la limpidez de la prosa, la caracterización de los personajes, un tratamiento del tema negrista inédito en la narrativa dominicana y modelos literarios que nos permiten pensar el tema del racismo, el machismo y la maldad del poder.
Otro cuentista que se tiene como principal en nuestra cultura, no nos convence todavía para pertenecer al nivel de lo que hemos seleccionado. Me refiero al finado amigo Diógenes Valdez, si el lector recuerda los textos que el canon le ha reconocido, “El anitipolux” y “El silencio del caracol”, y lee la selección que hemos realizado, notará que se propone un asunto muy coyuntural lo que permite una lectura dentro de un discurso de la izquierda como realiza Roberto Marcallé Abreu de las luchas estudiantiles. Son textos que se sostienen por una lectura reduccionista, pero no por sus valores intrínsecos: lingüísticos, artísticos y sus técnicas narrativas.
Otros autores quedan fuera por falta de espacio o por porque toda lectura es provisional. Ellos son parte de una literatura en movimiento. Y más adelante debería pasar por el crisol del juicio crítico los posibles aportes que han realizado en el campo de la narrativa, como son los casos de autores como Rafael García Romero, Avelino Stanley, Pedro Antonio Valdez y, en los últimos días, Rey Emmanuel Andújar, autor de varios libros de relatos.
En síntesis, la selección de una lista de obras debe sustentar como principio la lectura y el estudio de las obras como textos, como propuesta del discurso literario en una cultura. Deben quedar atrás las ideas preconcebidas que utilizamos para explicar a nuestra manera el curso de una práctica escritural. La meta es buscar, lo que Borges llamaba, la Ítaca de la creación literaria. Más que historia y juego de generaciones, capillas e ideas inmutables, una nueva poética de la escritura y la lectura son imprescindibles.
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MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN (Higüey, RD). Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR Cayey, es autor de Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana (2004), Entrecruzamiento de la historia y la literatura en la generación del setenta (2009), Las palabras sublevadas (2011) y Los letrados y la nación dominicana(2013), entre otros.
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