lunes, 2 de marzo de 2015

La poesía dominicana en el tiempo

[A propósito de «Breve teatro para leer: poesía dominicana reciente», de Pedro Granados]


MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN [mediaisla] La poesía que, agrupados en el Taller literario “César Vallejo” de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, realizan jóvenes venidos de distintas provincias, y la que viene después, es la que el colega Pedro Granados enjuicia de manera muy novedosa en «Breve teatro para leer: poesía dominicana reciente».

De los albores a la ciudad letrada trujillista

La crítica literaria ha coincidido en el predominio de modelos neoclásicos en la poesía dominicana del siglo XIX, cosa que muchas veces se atribuyen al aislamiento del país. Aunque no se ponen en evidencia las razones sociales que hay dentro de este aserto. La primera ciudad letrada de criollos se vio empujada a abandonar el país con motivo de la cesión a Francia en 1795; lo mismo le pasó a la segunda, en 1804 y 1822, producto de la invasión haitiana y la ocupación del país. Eventos que provocaron el cierre de la Universidad.

Se debe agregar a eso el estado de pobreza y abandono en el que se encontraba la primera colonia de España en América, que se traducía en la ausencia de una economía que trajera al suelo dominicano aquellos elementos que la civilización europea difundía como modernidad. El Santo Domingo español solo tuvo cierto desarrollo como centro de abastecimiento de productos para la colonia francesa del lado oeste. Cuando esa había permitido que las clases acumularan ciertas riquezas, actuaba como una fuerza expansiva que llevó a los criollos a Venezuela, Cuba y Puerto Rico. Es significativa la presencia de esa oligarquía económica a través de sus hijos como Rafael María Baralt historiador venezolano de origen dominicano, [Resumen de la Historia de Venezuela (1840)]; Domingo del Monte (Centón Epistolario de Domingo del Monte, en Cuba; José María Heredia, el cantor de Niágara; Esteban Pichardo y Tapia, geógrafo, novelista y lingüista [El Fatalista (1866),Itinerario general de los caminos principales de la Isla de Cuba (1828)]; y luego, los Angulo Guridi.

El primer escritor de la hornada liberal que se formó en la Universidad de La Habana fue Alejando Angulo Guridi, quien ya en 1843 escribía el prólogo de un libro de poesía de Francisco Javier Blanchié y Palma, poeta cubano muerto a destiempo [Margaritas (1846)], con éste publicó la novela de costumbres La venganza de un hijo (1842), y tal vez de origen francés Blanchié, llegado a Cuba en la diáspora blanca luego de la Revolución haitiana. El prólogo a un conjunto de poemas variopintos muestra ya la entrada del romanticismo, pero esa poesía ya era publicada en Barcelona por los jóvenes del aguinaldo puertorriqueño (1843). Las familias acomodadas de Puerto Rico habían enviado a Barcelona, Madrid y Santiago de Compostela a sus hijos a estudiar medicina. La de Santo Domingo se encontraba inmersa en la lucha contra la ocupación y las guerras contra Haití. Es significativo que esas guerras pudieron actuar como un freno al desarrollo económico y literario, más que el inmovilismo social de la sociedad hatera.

Toda la poesía dominicana desde 1844 cuando comienza el periodo republicano fue una poesía romántica con elementos neoclásicos. La primera antología de poesía apareció en 1874, con la publicación de La lira de Quisqueya de José Castellanos. El conjunto poemático tiene la presencia de algunos poetas de relevancia como José Joaquín Pérez y Salomé Ureña Díaz.

Al terminar el siglo XIX, Gastón Fernando Deligne y Fabio Fiallo [Canciones de la tarde (1920)] representaban el final y el comienzo de dos estéticas, la del romanticismo neoclásico y la del modernismo romántico. El primero rechaza el modernismo de Darío, que conoció desde un inicio porque entendía que era una versión latinoamericana del parnasianismo, poetas estos que podía leer en su lengua original [Ars nova scribendi(1897), como lo señala Baeza Flores (La poesía dominicana siglo XX, 1976, 49)]. De Fiallo dice Balaguer: tiene influencia del romanticismo español y alemán a través de Bécquer y Heine [Historia de la literatura dominicana (1945)]. Sin embargo, los aires de modernidad que llegan con el muevo siglo sacarán a la República Dominicana de esa recesión estética y la impulsarán a buscar los nuevos aires del tiempo. Con el modernismo, autores como el novelista Tulio M. Cestero, y los poetas Fabio Fiallo y Ricardo Pérez Alfonseca [Finis patria (1914) y Oda a un yo (1913)], amigos y contertulios de Rubén Darío, la sociedad letrada dominicana tiene asiento en los cafés de París. Mientras que Osvaldo Bazil [Rosales en flor (1901)] publicó en Barcelona la antología de la poesía dominicana El parnaso dominicano (1915).

Al cruzar el siglo XX, la estética modernista se cuestiona como una ruptura con la forma y la representación del poema. Las discusiones sobre la métrica y el verso libre ocupan la atención de Pedro Henríquez Ureña y Joaquín Balaguer. Para 1912 aparecen, según Manuel Rueda y Lupo Hernández Rueda [Antología panorámica de la poesía dominicana contemporánea (1972)], los primeros aires del vanguardismo con la poesía de Vigil Díaz; más tarde el poeta Federico Bermúdez comienza a despojarse del instrumental poético del modernismo y atiza formas del posmodernismo poético. Mientras, Fabio Fiallo continúa siendo el poeta romántico más importante. Por esta razón, postulo que, en las tres primeras décadas del siglo XX, coexistieron en la poesía dominicana el modernismo, el postmodernismo y el movimiento del llamado arte nuevo. A veces no como movimientos de ruptura, sino como de desplazamiento.

La poesía dominicana de los años veinte, además de tener el impulso y las contradicciones de las vanguardias europeas, estaba mirando hacia las grandes capitales de la cultura latinoamericana, no solo como poética sino como política del poema. El movimiento posmodernista y vanguardista de Domingo Moreno Jimenes y Andrés Avelino [Manifiesto postumista (1921)], estuvo influido por el poeta Almafuerte y por la crítica de Manuel Ugarte. Ugarte fue un latinoamericanista, dirigente socialista y crítico literario argentino. Difundió la literatura joven de América en La joven literatura hispanoamericana: Antología de prosistas y poetas (1906), donde integra textos de Fabio Fiallo y Américo Lugo. Su peregrinar por América lo llevó a Cuba, República Dominicana y Puerto Rico, donde se solidarizó con la lucha del partido nacionalista de Pedro Albizu Campos. En cuanto a la política del poema, el Movimiento Postumista, que fuera vanguardismo y anti vanguardismo a la vez, tiene este último filón por buscar una expresión propia y autónoma que, orientada por el modernismo de José Santos Chocano y las ideas del primer Víctor Raúl Haya de la Torre, quedó imbuido de un latinoamericanismo en busca de nuestra expresión continental; sin embargo, dice Baeza Flores que a pesar de haberse extendido a Puerto Rico, el Postumismo se quedó muy aislado de América, Baeza Flores,(51).

En la década de 1930, la poesía dominicana ya había unido ese vanguardismo que, aún asomaba la escuela modernista, a la construcción de la poesía social, con la obra de Pedro Mir y Héctor Incháustegui Cabral. Ese mirar la tierra y sus problemas sociales, tan fuerte en la narrativa del realismo social, tiene en estos dos poetas textos cimeros que, si no son los únicos, podemos decir que los colocan entre los más importantes vates sociales vanguardistas de toda América latina. El reconocimiento vendría más tarde, en el caso de pedro Mir [“Poema del llanto trigueño” (1937)], y el de Héctor Incháustegui [Poemas de un sola angustia (1940)] nunca llegó. La grandeza de poeta dentro de las letras latinoamericanas se la tragó el efecto Trujillo en la literatura dominicana. Luego a estos creadores se les suman Manuel del Cabral [Doce poemas negros (1935)] y Tomás Hernández Franco [Canciones del litoral alegre (1936)], quienes tocarán la poesía social y épica en la década del cuarenta. Tanto del Cabral como Incháustegui realizaron, además, una poesía metafísica escasamente ponderada.

Pero la poesía y la política del poema no dejan de estar conectadas a la metrópoli latinoamericana de la cultura que era Buenos Aires. Ya en 1930, y en los días del ciclón que devastó la ciudad de Santo Domingo, los jóvenes escritores del Paladión daban cuenta entre sus lecturas de la poesía de Jorge Luis Borges. En la década del 1940, la “Revista de la Poesía Sorprendida” abría la ciudad letrada dominicana a todas las manifestaciones de la estéticas universales (Valery, Mallarme, Rilke) con la presencia de los exiliados españoles que integraron esa ciudad letrada trujillista. La Poesía Sorprendida, con la ayuda de Alberto Baeza Flores, dio cuenta de la mejor literatura de México, España, Francia, Alemania, Inglaterra, Argentina, Perú, Puerto Rico y Cuba. Hay unas tangencias entre la poesía cubana, Muerte de narciso (1937) de Lezama Lima yTorres de voces (1929-1936), de Franklin Mieses Burgos.

La ciudad letrada bajo la Era de Trujillo no estuvo tan aislada del mundo como a veces se piensa. Los exiliados españoles la ayudaron a adquirir ciertos aires universalistas y las raíces dominicanistas seguían en la poesía sorprendida y en la narrativa de realismo social. Poetas como Manuel del Cabral [Trópico Negro y Compadre Mon (1942), Chinchina busca el tiempo (1945)], hicieron el grueso de su obra en Buenos Aires y Cuba. Pedro Henríquez Ureña orientó a la ciudad letrada de principios de siglo de lo mejor de la literatura universal, del americanismo y dio apretura a la literatura del México revolucionario, con la visita a Santo Domingo de José Vasconcelos, mientras pintores como Rubén Suro y Jaime Colson unían el vanguardismo europeo, la pintura italiana, a las vanguardias sociales del muralismo mexicano de Siqueiros y Diego Rivera, al muralismo del español Vela Zanetti.

Mucho se ha escrito de la visita de André Breton a Santo Domingo y la presencia del pintor y novelista surrealista Eugenio Fernández Granell (1912-2001) en la dirección de la “Revista de la Poesía Sorprendida”. El surrealismo francés dejó su impronta en nuestras letras con Vlía (1944) de Freddy Gatón Arce, quien también se desarrolla como poeta social de gran valor y cuya obra poco ha sido estudiada [Prosdocimi de Rivera: La poesía de Freddy Gatón Arce, 1983]. Los escritores jóvenes tuvieron de maestros a los poetas del 40 y a los exiliados españoles que en los medios de prensa, como La Nación y El Caribe, presentaron una visión universalista y una maestría en el escribir. La presencia del exilio español, tanto en la pintura como en las letras con María Ugarte y Manuel Valldeperes, (en el suplemento literario de El Caribe), deja una literatura en diálogo continuo con las fuentes, pero también con los cambios que las vanguardias mismas instauraban en el mundo.

Del poema comprometido a la poesía de la experiencia

La poesía dominicana bajo la Era de Trujillo fue tan importante en su configuración estética como la que se realizó en el exilio. En el extranjero se destacan Carmen Natalia y Pedro Mir; mientras que Manuel del Cabral y Héctor Incháustegui, que no fueron contradictores al régimen, publicaron también sus obras o parte de ellas fuera del país. La ciudad letrada bajo la dictadura realizó una escritura de extraordinario valor, dentro de una simbolización que planteaba lo social sin caer en lo político como protesta. Ese silencio impuesto sirvió para que el poeta codificara el mensaje, y para que la poesía ganara en simbolismo y esteticismo. Corrientes como el existencialismo y el universalismo quedaron plasmadas en la poesía, mientas se buscaba lo propio en un neopopularismo como se aprecia en Rosa de tierra (1944), de Rafael Américo Henríquez y en Trópico íntimo(1930-1943), Franklin Mieses Burgos.

La poesía que inició la postdictadura estuvo dominada por los poetas del 48 como generación ascendente; sirvan de ejemplo, Avilés Blonda, Lupo Hernández Rueda [Santo Domingo vertical (1962), Muerte y memoria(1963), Rafael Valera Benítez [La luz descalza y elegías, (1966)], Luis Alfredo Torres [Treinta y un racimos de sangre (1962), Canto a Proserpina, (1973)]. Mientras que los postumistas y los sorprendidos venían en descenso (sobre todo, por una crítica mal planteada que trató de leer su poesía como una adscripción a la dictadura), los más jóvenes de la poesía sorprendida, como Aída Cartagena Portalatín [La voz desatada, (1962)La tierra escrita (1967)], Freddy Gatón Arce [Poblana (1965), Magino Quezada (1966)], Manuel Rueda [La criatura terrestre (1975), Por los mares de la dama (1976), y Las edades del viento (1979)] y Fernández Spencer [A orillas del filosofar y Ensayos literarios (1960)], estuvieron muy activos. Los que regresaron del exilio, como Carmen Natalia y Pedro Mir, tuvieron el dominio del escenario en la medida en que la cultura dominicana se evaluaría con un rasero político y la epicidad de la Revolución cubana y la coyuntura mundial iban a establecer un sentido nuevo entre poesía y política.

La juventud literaria tuvo a los escritores sociales como sus maestros y si bien no le dio de lado a toda la tradición de la poesía dominicana anterior, fue a buscar en el postumismo los elementos sociales y dominicanistas que los unió a la consigna de los del 48: estar con el hombre dominicano universal. Entendían que la poesía sorprendida había olvidado al ser dominicano en sus ideas universalistas y se integraron a la búsqueda de un lenguaje más coloquial, como lo hicieron los postumistas. El resultado de esa unión entre lo político y lo poético fue la realización de una poesía militante que pasó por distintas experiencias históricas, desde la Revolución cubana, la caída de Trujillo, la lucha por la democracia, la Revolución de abril de 1965, el foquismo y la muerte del Che Guevara.

Los autores como Miguel Alfonseca [Arribo de la luz (1965), René del Risco Bermúdez [El viento frío (1967)], Juan José Ayuso [Bienaventurados los cimarrones (1979), y los que seguirán después, como Tony Raful, Andrés L. Mateo, Antonio Lockward, Soledad Álvarez, Norberto James y Mateo Morrison, realizaron en un principio una estética militante, puesta en cuestionamiento por otros escritores que en la postrimería de los setenta inauguran una estética distinta en la que vuelven a resurgir los modelos esteticistas de la poesía sorprendida y de la literatura latinoamericana en boga entonces. El sentido de vanguardia política que acompañó a los del sesenta y a los del sesenta y cinco, cambió a finales de la década del setenta cuando el realismo socialista y la poesía comprometida comenzaron a decaer en el imaginario político latinoamericano.

Muchos autores del sesenta pudieron hacer un cambio hacia las nuevas corrientes de la poesía, algunos lo hicieron muy temprano, otros en la misma década de los ochenta. Cabe mencionar en las rupturas a León David [Poemas (1979)], José Enrique García [Meditaciones alrededor de una sospecha (1977)], Alexis Gómez-Rosa, Rafael García Bidó [Del amor y otras espadas (1978), y René Rodríguez Soriano [Canciones rosa para una niña gris metal (1983)]. Si los tres primeros se fueron hacia el esteticismo y las formas clásicas, en el caso de Alexis Gómez-Rosa [Oficio de post-muerte (1973)], un esteticismo hermético y un periodo experimental (como seguidor del pluralismo de Manuel Rueda, junto a Luis Manuel Ledesma), los dos últimos, García Bidó [Revivir un gesto tuyo (1982)] y Rodríguez Soriano, [Raíces con dos comienzos y un final (1977)], tienden hacia un neo neorromanticismo sin abandonar el discurso social.

Ya al doblar la esquina de la década del setenta el trienio 1977-1980, comenzamos a ver una ruptura con la poesía social, con el poema como arma cargada de futuro. Entonces se apeló al poema comprometido con las palabras, y la poesía volvió a complicar lo social desde un neorromanticismo que en león David [Compañera: Sonetos de amor para Ulla (1980)] García Bidó, Denis Mota Álvarez [Eloise, tentativa de un canto infinito(1977)] y Rodríguez Soriano [Canciones rosa para una niña gris metal (1983)] y Tomás castro [Amor a quemarropa (1984)] tuvieron que inaugurar la década de los ochenta con otra estética y un desplazamiento de lo social y una nueva manera de ver y poetizar el amor. El experimentalismo que desató la conferencia de Rueda [“Claves para una poesía plural”, 1974], y las nuevas teorías poéticas que difundió en esa época Diógenes Céspedes [Escritos críticos (1976)], con Tel Quel, el estructuralismo y la semiótica, hicieron que esta poesía también tuviera su intento experimental, neovanguardista. Y que buscara, en el caso de Rodríguez Soriano, un nuevo lenguaje de la urbanidad, en el caso de León David una exploración de las formas clásicas, en fin, un viaje a las raíces de la poesía.

El poeta de los setenta que mejor hace el cambio hacia la poesía esteticista y neorromántica del interregno 1977-1984 es Tony Raful [Abril nacen alas delante de tus ojos (1980) y Visiones del escriba(1983)] con sus libros de poemas, en donde lo amatorio se une a una búsqueda épica. Raful no abandonó la epicidad, sino que lo llevará a una indagación entre el poema total y los nuevos mitos. Este canto nuevo creo que hay que valorarlo aparte, pues es Raful en este aspecto un poeta solitario y un lector de tradición del gran poema de los del cuarenta, a la vez que sostiene un discurso surrealista como émulo de Breton y Eluard. Aquí cabe mencionar a una figura solitaria, como Pedro Vergés [Durante los inviernos (1977)].

Cabe significar por otra parte, que la poesía dominicana que había tenido ciudad letrada en Santo Domingo (en la época fundacional) y en San Pedro de Macorís (con el modernismo), que volvió a ocupar los espacios capitalinos en el postumismo, la poesía sorprendida, y los poetas del cuarenta y ocho. Tuvo, también, ciudades letradas diversas ya en la década de los ochenta con la participación de las provincias en el dominio focal de la poesía. Digo esto porque muchos escritores de provincia actuaron como poetas de la gran ciudad, pero hubo una acción poética significativa en la mayoría de las provincias en la década de los ochenta: baste por ahora hablar de Santiago (con Apolinar Núñez [Poemas decididamente fuñones (1972)], Rafael García Bidó, en San Pedro de Macorís [Revivir un gesto tuyo (1982)], Cayo Claudio Espinal [Banquetes de aflicción(1979), en San Francisco de Macorís, Pedro José Gris Las voces (1982), en Santiago, Diómedes Núñez Polanco, Denis Mota Álvarez, Ángel Hernández y otros tantos, que sería ahora innecesario enumerar.

La poesía que, agrupados en el Taller literario “César Vallejo” de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, realizan jóvenes venidos de distintas provincias, y la que viene después, es la que el colega Pedro Granados enjuicia de manera muy novedosa en Breve teatro para leer: poesía dominicana reciente. Por ser una obra que clasifica, contextualiza estéticamente las nuevas corrientes de la poesía dominicana de las últimas décadas, creo que es un esfuerzo de incalculable valor. Pocas veces se mira desde fuera a la poesía dominicana, que parece quedar detrás de otras en la literatura hispanoamericana. Las recuperaciones esteticistas o neorrománticas de los poetas del César Vallejo y la difusión que ha tenido su obra es analizada aquí por Granados, sin que le falte la chispa política, sin que podamos ponernos de acuerdo en la totalidad de sus juicios.

Sobresalen en la baza del análisis las figuras de Alexis Gómez-Rosa, José Mármol, Soledad Álvarez, Homero Pumarol y otros escritores de los ochenta y noventa, como Plinio Chahín, Ylonka Nacidit-Perdomo, Basilio Belliard, Adrián Javier, León Félix Batista, Médar Serrata, Manuel García-Cartagena, y tantos otros que realizan una literatura que apura el paso entre la tradición y las rupturas estéticas. Creo que es este un libro que amerita una lectura pausada, porque es un esfuerzo genuino de un investigador literario, académico, que ha puesto sus ojos y oídos en la producción literaria dominicana, a la vez que refuerza una mirada nueva de esta poesía desde afuera (como lo hicieran Baeza Flores, Manuel Ugarte, María Prosdocimi de Rivera y otros). Solo nos resta esperar que lo que hoy queda bosquejado y segmentado en su análisis se convierta luego en un estudio más ambicioso y, a pesar de las polémicas que esta obra suscite (y creo que así será), con él la poesía dominicana ganará en entendimiento y en su difusión.

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MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN (Higüey, RD). Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR Cayey, es autor de Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana (2004), Entrecruzamiento de la historia y la literatura en la generación del setenta (2009), Las palabras sublevadas (2011) y Los letrados y la nación dominicana (2013), entre otros.


elpidiotolentino@hotmail.com; elpidiotolentino@gmail.com
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