lunes, 29 de octubre de 2018

El sentido de la vida en una relectura de «El astillero» de Juan Carlos Onetti

MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN [mediaisla] Releer a Juan Carlos Onetti en “El astillero” es acompañar a Larsen en ese viaje a sí mismo. Las peripecias de lo que se ve como una caída humana hacia ese ‘existente’ verdadero que es la muerte.

Larsen acepta la locura. Cuando se adscribe a la idea de dirigir una empresa quebrada y darle al astillero de Jeremías Petrus una concreción que sólo queda en su mente. Como la posibilidad de tener una boda con la hija del patrón. Juan Carlos Onetti narra una historia en cuya fábula organiza, con variadas historias y discursos, el intento de construir un antihéroe, pero no dado solamente por el contexto social y económico, sino por el mismo destino que busca en el hombre el sentido a la vida.

De ahí el existencialismo tan profundo de la obra. La vida sin sentido desborda un aborrecimiento, un bostezo al medio día; la idea de naufragio. Una caída que sólo Petrus no reclama, porque está amparado en el poder. Un poder invisible pero permanente. Una simulación dentro de un conjunto de simulaciones. Entonces la intuición creativa hace que pongamos en el mundo acciones que sólo conducen a la muerte de Larsen al final de su historia. Una historia que se escribe y se comenta, que se retoma en la falsedad de un epistolario, en la mirada y la presunción de ser.

Cuando Larsen regresa a Santa María, ya era historia y un poco fábula. Sus actuaciones eran mucho más que eso; un peregrinaje en busca de la última barca, como la de pescadores que lo regresan a Puerto Astillero: una tabla de salvación en la gerencia y el matrimonio. Al narrar la biografía de un hombre sin futuro, Juan Carlos Onetti nos coloca frente a la metafísica kantiana y el existencialismo de Heidegger. Y mucho más, parece decirnos que la vida, la existencia sólo es posible como sentido, como sentido de la vida. Y que ésta es la verdadera búsqueda. De ahí que el ‘existente’ se encuentre abierto; aunque en la obra esa apertura es hacia la muerte hacia el fin de la vida, que no puede vivirse sin un sentido.

El último sentido de Larsen es el amor y el dinero (los treinta millones de una posible herencia); pero estos se presentan como ‘ilusorios’, así como la gente es un tanto fantasmal. De lo que se desprende que el mundo de afuera y el mundo de adentro comulguen y se sinteticen. Uno y otro van a corresponder. La lluvia, el lodo, la neblina, la opacidad del mal aire, el astillero en ruinas, la turbidez de las aguas del río, la descripción de la mujer en la casilla, todo presenta una imagen que coincide con el mundo de afuera. Hacen una unidad de sentido, el único posible que es el de la destrucción de lo humano, como proyecto fracasado.

Ya Larsen había vivido lo que le tocaba del sentido de la vida. Ahora, gordo y exiliado, buscaba gastar lo poco que le quedaba. Las cosas estaban ahí como puestas para significar el destino de antihéroe de Larsen, como fenómenos intercambiables, como juego de pareceres, donde lo que hoy es una cosa al rato es otra. Es aspecto lúdico que hay que buscarlo en la relación entre lo parecido, la semejanza y la identidad de las cosas. Porque en la obra de arte y en literatura con mayor vera, las cosas aparecen positivizadas, vistas como fenómenos de adentro, de la memoria, de la mente, de la construcción semántica que nos llega en el discurso.

Lo humano busca a un espejo mentiroso. Es que ya Larsen no es lo que antes era y visto desde el puesto de nafta, es una sombra, un personaje que no deja ver sus propios rasgos. Porque el tiempo, un periodo de cinco años, exiliado de Santa María lo ha transformado. Pero ese cambio, no es sólo el del ser que se mira, sino del ser que se concibe, como un ‘existente’, como alguien arrojado a su propio destino. El ineludible destino es la muerte; trágica es la vida humana, decía Piccolo della Mirándola.

Se mira desde su propia subjetividad Larsen y en su mirada hay una comprensión de sí mismo. El trabajo, el amor, las mujeres ya son pretextos. Hay una voz que marca su pasado; llegan a su mente los recuerdos, sabe que el tiempo pasa… y en ese trajinar, él es un tiempo que corre porque sólo en el tiempo podría ver el desplazamiento de su ser abierto a la fatalidad de la muerte.

Todo parece que lo humano vive de convencimientos, de razones que impone a su propia circunstancia, de ahí la apuesta del racionalismo y la integración de la razón al proyecto de la vida, pues sólo lo racional parece darle sentido. La mirada a lo que ocurre es el absurdo; la vida es un juego y sólo hay que esperar que otros acepten el juego para que el juego se convierta en realidad.

La realidad, como la novela está llena de ficciones y de tiempos. Por eso Larsen antes del regreso era distinto al Larsen del regreso. Él mira la diferencia y los otros lo ven diferente. Pero la diferencia en las cosas no tiene un orden racional, sino que son absurdas. La realidad es también ficticia. Y el mismo Larsen se reinventa a sí mismo, como un juego que se comparte en el discurso ficcional y en el discurso sobre la vida.

Los hombres están solos. La mujer está sola. Gálvez y Kunz, los empleados, están solos. La soledad permite que la vida se convierta en un conjunto de miradas. Miradas que se entrecruzan, se buscan, pero que se queda conforme a las circunstancias que lo determinan. El invento de una situación conforme entre el presente y el futuro sólo parece anunciado por Jeremías Petrus, quien es el ficcionario de la modernidad. La ciudad política parece corresponderle o, por lo menos, él tiene esperanza en la justicia y en el proyecto del astillero. Por eso la expresa que “todavía” no es naufragio, es decir, queda una esperanza.

Cuando leemos a Juan Carlos Onetti, los distintos fragmentos de su discurso, de un discurso del adentro, quedan desconectados y se van conformando con un hilo de acción que los enlaza. El doctor Díaz Grey interrumpe su juego de solitario y el disfrute de viejos discos de música para dejar entrar a Larsen en su consultorio que viene bajo la imponente lluvia, no sólo de Puerto Astillero, sino que llega de otro tiempo. Por eso le pregunta al doctor si lo recuerda. Y el médico le invita a pasar.

Aquí el personaje frente al médico es un pasado que viene a conversar con el presente. Un personaje que se encuentra con el creador de todo el mundo y que tiene las respuestas que el otro está buscando. Para confirmar la apertura temporal que le queda. La simulación y la verdad del médico van de la mano. Él es quien puede dar una explicación sintética de Larsen. Sus conversaciones y los monólogos del médico van en torno al pasado, a lo absurdo, a la risa… a la farsa montada en el astillero, la vida del padre, los comentarios en el pueblo, el destino de Jeremías Petrus y su proyecto. Y destacó el sentido de la vida: “Todo lo que nos sorprende es justamente aquello que confirma el sentido de la vida” (140)[1], dice el galeno.

También Larsen sabe del sentido de la vida, del hacer y de la elección: “Y en cuanto al sentido de la vida, no se piense que hablo en vano. Algo entiendo. Uno hace cosas, pero no puede hacer más de lo que hace. O, distinto, no siempre se elige. Pero los demás” … (141). A lo que el médico agrega: “Usted y ellos. Todos sabiendo que nuestra manera de vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno necesita, además, proteger una farsa personal” (Ibíd).

El final apodíctico del discurso existencial es que el hombre no quiere aceptar la verdad de la vida que es la muerte, algo que es normal, pero que los hombres “estúpidamente luchan” con palabras y ansiedades para no reconocer lo que en la vida es una rutina “un suceso, en todo momento, ya cumplido” (142).

Releer a Juan Carlos Onetti en “El astillero” es acompañar a Larsen en ese viaje a sí mismo. Las peripecias de lo que se ve como una caída humana hacia ese ‘existente’ verdadero que es la muerte. En donde quedan las acciones como farsa, los sujetos se buscan en el espejo, viven en la locura y creyéndose que no son o la realidad es una farsa y las acciones dependen de un sentido de la vida que muchas veces ponen los otros que miran y juzgan, pero que juntos están construyendo desde su propia interioridad una visión de lo real que sólo es un fenómeno de lo que en verdad es. Porque la única verdad en un mundo absurdo es la existencia de la muerte y la de la vida que la proclama como algo rutinario. Vida y muerte quedan entonces reivindicadas, mientras queda en crisis la razón que nos lleva a darle un sentido al mundo.

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MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN (Higüey, RD). Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR Cayey, es autor de Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana (2004), Entrecruzamiento de la historia y la literatura en la generación del setenta (2009), Las palabras sublevadas (2011) y Los letrados y la nación dominicana (2013), entre otros.

[1] Onetti, Juan Carlos. El astillero (edición de Juan-Manuel García Ramos). Madrid: Cátedra, 2017

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