miércoles, 12 de julio de 2017

Eusebio se fue antes del alba

Por Vianco Martínez


No tuvo nada, es cierto 
pero tampoco tuvo
miedo a nada ni a nadie 
Desgranó a su manera, entre viejas costumbres
la mazurca amarilla de sus días.
Y se fue despoblando lentamente,
Igual que su terruño, tan hermoso y tan solo,
verde como el recuerdo de los árboles,
esbelto en su abandono, como un símbolo.
                                                                                                             -Raquel Lanseros-


Eusebio Mercedes quería un país distinto, uno del tamaño de sus sueños; quería que el mundocambiara y luchó por eso. Pero el país no cambió, y aquellos sueños que soñó a la sombra de un laurel se fueron a pique, junto con él. Y ahora, cuando abril empiece a contar sus penas, habrá que pensar en él, en aquel hombre con los sueños rotos al que la vida enseñó a andar despacio, y que a pesar de todo vivió tatuado por la luz; aquel que ejerció el honor como oficio y lo dio todo sin recibir nada.

Hoy quiero hablar de él, y contar que fue la brisa de la mañana que lo trajo a mi reino, y recordarlo como aquella persona altiva que, hubiera lluvia o saliera el sol, siempre estaba de pie en la primera línea de la vida. Y con él, contar la historia de un tiempo terrible, un tiempo en que el reloj de la esperanza se detuvo un poco, y la vida, para muchos, se convirtió en una triste cuenta regresiva.

Eusebio Mercedes fue una celebración de la vida, pero también una metáfora del tiempo que le tocó vivir. Adolescente aún, se fue a la escuela Argentina, en la parte baja de la capital, y allí se enroló en el movimiento estudiantil, que recibía los aires de libertad que soplaban en la época. Y poco después se fue al liceo Paraguay, uno de los centros que nunca se le puso de rodillas al gobierno de turno. Y fue allí, en realidad, donde desplegó sus alas.

Todo aquel que lo vio tratando de agarrar el mundo con las manos mientras se dirigía a los estudiantes irredentos de su tiempo, sabía que Eusebio estaba hecho para brillar. Tenía carisma y la sangre liviana, y ese ángel o no sé qué que envuelve a los líderes naturales.

Eusebio Mercedes fue militante de causas que nacieron perdidas. Fue el primer secretario general de la Fenes, la Federación Nacional de Estudiantes Secundarios, un organismo que nació exánime, a causa de las pugnas ideológicas que lo envolvieron. Muy pronto, por sus innatas condiciones de líder, llegó a ser parte de la dirigencia nacional de la UNER, la Unión Nacional de Estudiantes Revolucionarios, uno de los grupos estudiantiles más importantes de la época.

Era un orador nato. Su palabra era viento y era noche, y cuando hablaba conectaba con la gente y hasta los árboles se volvían a prestarle atención.

Eusebio Mercedes llevaba un país en la sangre y cargaba horizontes en la mirada. Tenía estilo y ese toque que da la rebeldía en la primera juventud. Estoy seguro que sin las patrañas de su existencia, sin las pícaras veleidades de la política y sin las trampas que le puso la vida en su extraño discurrir, hubiera sido, sin dudas, uno de los dirigentes de la posteridad.

Eusebio vivía en Santo Domingo cuando esta ciudad era una sinfonía triste de lamentos y dolores, un lugar ensangrentado por la mano dura de un hombre obsesionado con el poder: Joaquín Balaguer.

Había una epidemia de intolerancia en el país, que condujo a una generalizada situación de terror, y cada día se escuchaba el ruido de los ejércitos y los golpes en las puertas derribadas.

Balaguer sembró una culpa en cada esquina. Las avenidas y los árboles; las calles y las puestas de sol; los caminos y los caminantes; las mañanas y las tardes; las plazas y las flores; los callejones y los parques; los montes y los barrios; los clubes y las cañadas; el agua y la sed; los centros de madres y los centros de estudio, todo estaba a su merced.

Al entrar la década de 1970, el gobierno estaba en su fase más violenta. El 15 de abril de 1970 mataron a Mirtha de la Rosa, cuando tropas del gobierno abrieron fuego contra una multitud que se reunió en la plaza La Trinitaria, junto al puente Duarte, a esperar la llegada del exilio del expresidente Juan Bosch; y tres meses después, el 16 de julio, acribillaron a plena luz del día a Otto Morales. Dos meses y ocho días más tarde asesinaron por la espalda al ingeniero Amín Abel Hasbún, en presencia de su esposa embarazada, Mirna Santos. El 23 de mayo de 1970 ya habían asesinado en Bruselas a Maximiliano Gómez y el 7 de julio a Roberto Figueroa (Chapó).

La carnicería del gobierno de Balaguer contra los opositores prosiguió con Andrés Ramos Peguero, desaparecido el 17 de julio de 1970, y con Luis Manuel Naut, acribillado el 25 de julio de 1971 a la luz del sol. El 9 de octubre de ese año fueron abatidos los cinco jóvenes del club Héctor J. Díaz, uno de ellos –Rubén Darío Sandoval- con apenas 16 años, y el mes anterior había caído Homero Hernández, asesinado también delante de su esposa Elsa Peña Nadal, cuando la ciudad apenas empezaba a despertar.

Los agentes del gobierno de Balaguer no daban tregua ni tenían vergüenza para asesinar a la gente a plena luz del día. El 4 de abril de 1972 una tropa de la Policía ametralló sin miramientos la Universidad Autónoma de Santo Domingo y mató a la estudiante Sagrario Ercira Díaz Santiago, una flor que aun duele en la historia nacional. La tropa estaba comandada por el coronel Francisco Báez Maríñez, a quien Leonel Fernández, siendo Presidente de la República ascendió al grado de general, mediante el Decreto 476-07 del 27 de agosto de 2007, para favorecerlo con un aumento de su pensión.

El 12 de enero de 1972 mataron a Amaury German Aristy, Virgilio Perdomo Pérez, Ulises Cerón Polanco y Bienvenido Leal Prandy –La Chuta- pero con ellos a sus matadores no les salió tan fácil como a los otros porque tuvieron que mirarlos a los ojos, mientras los enfrentaban.

Un año después –el 16 de febrero de 1973- fusilaron al coronel Francisco Alberto Caamaño, tras ser capturado vivo en la cordillera Central, y en esos días acribillaron a varios de los jóvenes que lo acompañaban. El 28 de marzo de 1973 acribillaron al periodista Gregorio García Castro (Goyito) en la calle Mercedes esquina José Reyes.

Parecía que el gobierno de Balaguer no terminaba de saciar su sed de sangre. Eran tantas las víctimas que a veces no daba tiempo ni de llorarlas. Todavía no se ha hecho un inventario exacto de la sangre derramada. Si el país sobrevivió en medio de tanta muerte fue porque su corazón siguió latiendo a pesar del dolor de aquellas horas.

Esa generación se enfrentó a los ejércitos de la noche y a la desmesura de los sicarios del gobierno con el pecho abierto y decidió morir de pie antes que vivir de rodillas, y eso nunca puede ser olvidado. Hablaban el lenguaje de la guerra, pero tenían una profunda humanidad. Soñar tenía un precio y ellos lo pagaron. Sabían que iban al cadalso y como quiera iban sonrientes. Aquello fue una inmolación.

La historia es una fotografía del tiempo, y la imagen de Balaguer –la real, no la que maquillaron sus continuadores- es la de un hombre, que confundió el humo con las nubes, mancillando a su tiempo. Pero Balaguer fue indultado por la Historia porque los historiadores no hicieron su trabajo y porque el sistema político que lo heredó tiene el hedor que él dejó.

Balaguer ganó, y su trofeo de guerra fue una sociedad disfuncional y una nación traumatizada, sin instituciones, borrosas las fronteras de los poderes y un sistema político envilecido y éticamente deficitario, que cada día muestra sus peores miserias.

Después de todo aquello, la República Dominicana tenía derecho a beber agua limpia y todo el mundo se quedó mirando hacia la puerta que daba entrada al futuro. Pero esa puerta nunca se abrió y tuvimos que entrar al futuro por la puerta de atrás. Y aquí estamos, amordazados por el pasado, y el futuro que quiere empezar y no puede. 

Cuando Eusebio y su generación entraron al escenario ya Balaguer y los poderes que le cuidaban la espalda habían adelantado sustancialmente su proyecto de dominación. La suya fue la última generación que se enfrentó a Balaguer. Era una constelación de estrellas que quiso brillar y no pudo, y ni siquiera tuvo el “consuelo” de inmolarse.

Lo que sí le tocó fue el triste papel de contar los muertos y heredar su sangre, aun húmeda sobre el pavimento; y recibir el dolor de aquellas madres que quedaron sin hijos, y de aquellos hijos que quedaron sin padres, y de aquellas hermanas que quedaron sin hermanos, y de aquellas viudas que se quedaron solas. Esa fue, prácticamente, una generación en transición hacia el olvido que venía.

El proyecto revolucionario al que estaba adscrito Eusebio siempre respiró con dificultad, como conteniendo un sollozo. Sus integrantes eran guerreros de una guerra perdida. Lo tenían todo en contra: un gobierno terrorista reparos para eliminar a sus adversarios y que los obligó a invertir demasiado esfuerzo en mantenerse vivos; una visión limitada para analizar la realidad dominicana y una incapacidad profunda para ponerse de acuerdo y unificarse, lo cual le hizo consumir más energía en pelearse entre sí que en unirse contra su enemigo común. Y para colmo, el gran pecado de la época: el colonialismo ideológico, como lo definió Maximiliano Gómez -El Moreno-, que lo llevó a copiar sin discusión modelos políticos de otros países.

La vida le dio tan poco y le quitó tanto a Eusebio Mercedes que además de cargar con las ingobernables flores de la amargura y con la derrota de sus sueños y de los de su generación, tuvo que cargar con una colección entera de tristezas personales y melancolías. Su madre murió, en las peores condiciones materiales que se pueda imaginar, cuando él era muy joven aún y tuvo que cargar con esa ausencia fundamental de la persona más importante en la vida de un ser humano. Y se quedó Eusebio para siempre sin su ángel de la guarda y sin esa estrella polar que ilumina siempre todos los caminos.

Después empezó otro calvario: el de la salud, que nunca fue su punto fuerte. Eusebio se salía del mapa de sus viejos amigos y sus antiguos camaradas y cada vez que reaparecía traía los estremecimientos de una crisis total. Siempre que emergía de sus noches más profundas traía una nueva tristeza en el alma. Ver aquel líder nato, que siempre tuvo las manos llenas de alboradas, rodando por el lodazal era un espectáculo terrible, que parecía sacado de los últimos círculos del infierno de Dante.

Un día, hace tiempo ya, lo vi llegar con el alma herida y la mirada llena de vidrios rotos, con un triste delirio de persecución que le quedó de los años duros y un injusto sentimiento de culpa por la muerte a destiempo de su madre.

Las sucesivas enfermedades que tuvo lo castigaron, lo asediaron lo maltrataron y lo vapulearon. Pero nada de eso pudo ponerlo de rodillas frente a la vida ni afectar aquello que era el rasgo distintivo de su personalidad, la bandera principal que ondeaba en su territorio y la llama encendida que nunca se le pudo apagar: la dignidad.

Eusebio Mercedes murió en abril a una edad en que su pelo estaba empezando a parir nubes. Murió como vivió: sin nada. Había noche clara el día que partió y el cuarto menguante danzaba solo para él. Eusebio quería ver el sol de la mañana antes de irse y que la aurora por la que luchó iluminara a toda la nación. Pero por una de esas bellaquerías de la vida, se fue antes del alba, sin haber reunido otoños suficientes en su vida.

Y ahora que termina un viaje y empieza otro, quiero imaginarlo, no tirado como un paria en una pobre cama de hospital, sino de pie, como vivió; y ver la lluvia bailando en su mirada y oír el viento cantando en su sonrisa y ver el mundo brotando en su alborada; imaginarlo, no bajo el fuego cruzado de la vida, sino caminando con la frente en alto en la paz de su último camino–la paz que nunca tuvo- entre una arboleda y los lirios del valle, inventando adioses para despedirse de los cerezos y las flores.

Y verlo así, airoso y vital, sin tormentas en la mano, vistiendo el color de su tiempo, que fue el color de los guerreros. Y así, todo él, guardar su nombre para los poemas que se van a escribir en el mañana.

Eusebio se fue, como un marinero errante, en busca de otros mares, a quedarse para siempre en un lugar donde duelan menos los dolores. Y este, precisamente, es el momento exacto de decirle adiós a este hombre, mitad guerrero, mitad poeta, que quiso cambiar el mundo y no pudo.

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