sábado, 24 de febrero de 2018

MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN [mediaisla] La realidad de África y la de Europa son tan distintas, aunque muy parecidas. Allá mandaban los príncipes que eran leopardos, dueños de las nubes, de la semilla, del bronce y del fuego […] una construcción mítica, que ya el europeo había racionalizado e individualizado y convertido en propiedades, mercancías y dinero.

Releo El reino de este mundo (1948) y diálogo con mis apuntaciones de El siglo de las luces (1958). Ambas obras son de Alejo Carpentier, el único escritor modélico que hemos producido. Mestizaje de muchas culturas y una vocación universalista, el apreciado cubano nos ha legado una visión del Caribe desde las ideas y maneras del siglo XVIII. El siglo que, según Ortega y Gasset, terminó dando a la política el espacio definitivo a los demagogos, a los publicistas, a los hacedores de opinión, a la propaganda, y a ese impertérrito defecto de poner la carreta delante de los bueyes; a creer, en fin, que la realidad son las ideas.

Sin concurrir del todo con las ideas de Ortega, pienso en el fracaso de las ideas que dieron una energía de cambio al mundo. Ortega (1937) cree que occidente no es el espacio de las rupturas, sino de la continuidad (aunque esta sea simbólica); acierta en pensar que somos diversos y plurales; que todo intento de formalizarnos, aunque sea en una revolución, es un fracaso. Tiene razón, además, en buscar la especificidad de lo diverso. No podía haber una revolución, me pregunto, si no variadas revoluciones.

En el íncipit de El reino de este mundo, Alejo Carpentier presenta a Ti Noel frente a una realidad desconocida. El esclavo de Lenormand de Mezy ve unas cabezas de terneros y pensó en cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa: es la suya una construcción culinaria reelaborada en un banquete: comerse al otro, como una forma de destruirlo e instaurar algo nuevo. Es una imagen que podría mostrar una explicación del cuadro; el esclavo desea comerse al amo. Más adelante, Ti Noel se encuentra con otra imagen, está fijada en un grabado de cobre y representa a un negro sentado sobre un trono, le rodean abanicos y plumas, parece recibir al embajador francés; pregunta, inquiere sobre esa gente y el librero le responde: “—Ése es el rey de tu país”. El joven esclavo recordó, entonces, otros relatos que lo conducen a África. Y compara la existencia de reyes del otro lado del océano.

El negro no sabe leer, pero su libro es la oralidad. Una identidad narrativa que le llega por otro esclavo. Una África mítica que sólo existe en los relatos, en las historias y cuya continuidad encuentra Ti Noel en una apartada esquina de la isla de Saint-Domingue donde el mercantilismo, el individualismo de la del capital en expansión, ha creado la esclavitud y la degradación humana del hombre. Ha inventado el prejuicio contra el negro y ha elaborado una racionalidad fundada en el color.

Al final de la escena, el amo De Mezy compra una cabeza de ternero y se la da a Ti Noel quien de inmediato relaciona la cabeza del animal con la del amo bajo su peluca. El juego de cabezas nos podría poner a pensar en la Guillotina y en la caída del Ancien Regime. Pero el esclavo no viene de una tradición del pensamiento ni de una concepción del liberalismo ni del colectivismo que atrapó el discurso social del siglo XIX. La continuidad de un régimen donde unos, los de peluca, mandan y otros, los que trabajan obedecen; era una continuidad entre África y América. Entre la realidad representada y la realidad vivida.

Para Ti Noel no existían el derecho público ni las leyes, ni las letras, ni lo que hoy podemos llamar la Modernidad.

Para él existía su realidad como una sustancia histórica. Una historia que se podía ver cual carroza que se mueve, cual paisaje visto desde un móvil, como sentenciara Kant. O a acaso como debía de ser, como plantea Hegel. O acaso, como la pensaría Carpentier, una historia que incubaba en su propio seno su destrucción, cortando la cabeza al individuo para instaurar a través de las ideas y la razón al colectivo. El amo y el ternero estaban ahí en su potencial devenir dialéctico que designa el fin de todo lo que está sometido al devenir dialéctico.

Pero la realidad de África y la de Europa son tan distintas, aunque muy parecidas. Allá mandaban los príncipes que eran leopardos, eran dueños de las nubes, de la semilla, del bronce y del fuego. Príncipes duros que mandaban sobre los puntos cardinales, sí. En una construcción mítica, que ya el europeo había racionalizado e individualizado y convertido en propiedades, mercancías y dinero. Monedas de cambio que producían más dinero en la bolsa de Burdeos. Pero los hombres simples eran instrumentos del capital y las ideas, eran los ‘gobernadores del rocío’.

Dada la Revolución haitiana, así llamó el metarrelato marxista a la rebelión de esclavos que terminó con la esclavitud en Saint-Domingue, llegaron un día a las antiguas tierras de Lenormand de Mezy unos mulatos republicanos que, cartabones, catalejos y grises libretas en ristre, comenzaron a pedirlo todo. Frente a las pretensiones de esos nuevos dueños de la tierra que la medían y palpaban y cifraban, Ti Noel “se sorprendió de lo fácil que es transformarse en animal” (145) y transformado en ave vio a los modernos Descartes mulatos desde la altura de un árbol. El verbo de Henri Christophe se había hecho piedra; las tareas agrícolas se habían hecho obligatorias y el látigo estaba ahora en manos de los mulatos. (144). La pretendida revolución había entrado en una racionalidad impuesta por las mismas circunstancias que la crearon; se vació el discurso y quedaron las mismas prácticas, ahora en manos distintas. Ti Noel recurrió al relato, a la fantasía, a la magia.

Cuando Ti Noel se disfrazó de ganso, pudo entender que estos animales tan dados a la traición y a la continuidad vivían en forma de clanes y castas, de aristocracia, del mayor y el menor. En otras palabras, de jerarquías y que todos los gansos no eran iguales (149) y que él era un otro frente a esa dinastía de la continuidad y de la limpieza de sangre. Entonces hay que pensar que el hombre construye sus colectivos para sus semejantes y que toda universalización queda atrapada en la especificidad de lo diferente. El poder impone un sistema y una forma en que queda atrapada la diversidad. Las prácticas han desbordado una vez más las palabras. El colectivo triunfa en las castas, en la dinastía que mantiene una tradición basada también en las exclusiones. Vuelto a su realidad humana, Ti Noel vuelve otra vez a África, a su pasado a su memoria. Porque solo en la memoria tenemos (continuidad e historia, dice Ortega y Gasset); lamentablemente la historia es el poder y la exclusión y muchas veces la cabeza del ternero.

Agnus Dei. Mientras “el hombre no sabe para quien padece y espera”, repito. Solo encuentra un saber fijo que tampoco en el reino de los cielos existen grandezas que conquistar, “Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar dentro de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima media en el Reino de este Mundo” (150).

En síntesis, como si dijéramos que estamos de nuevo comenzando, como Zaratustra, al salir de la cueva. Cuando más agarramos la realidad humana se nos evade y el viento puede hacer temblar la espada, como el tiempo mostrar las ruinas de todo lo que fue la hacienda, los afanes de Lenormand de Mezy y todos los que, en su calculadora civilización, montaron en peluca su brillante cabeza.

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MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN (Higüey, RD). Departamento de Estudios Hispánicos de la UPR Cayey, es autor de Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana (2004), Entrecruzamiento de la historia y la literatura en la generación del setenta (2009), Las palabras sublevadas (2011) y Los letrados y la nación dominicana (2013), entre otros.

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