Oscar López Reyes.
Por no escuchar los consejos de personas racionales que contrariaban a los integrantes de su mercantilista anillo palaciego y a sus forasteros y apestosos asesores comunicacionales; por su excesiva complacencia afectiva, Danilo Medina le ha hecho un daño irreversible a sus hermanos y otros allegados, que ya están culpabilizados por la mayoría de la población. El ex jefe de Estado no posee la influencia de un sultán ni el liderazgo emocional para revertir el lúgubre lienzo, como el Emperador japonés Hirohito, en 1945, durante la Segunda Guerra Mundial.
Abismal se signa la diferencia entre el jefe supremo del Ejército imperial nipón, Hirohito, quien encantó, desde su gran chambelán Hisanori Fujita hasta a los halcones de la potencia de ocupación (Estados Unidos), y Danilo Medina, está atascado en una especie de fogata hindú y mahometana, que hierve y se aviva en la combustión del mechero más salvaje.
Embriagado en el embrujo de que era un zar, un rey o un príncipe; que su partido duraría muchos años en la cúpula presidencial y que, consecuencialmente, proseguiría el reinado de la impunidad, el sexagésimo sexto mandatario se avitualló en una chaqueta de tafeta. Su calvario empeorará si continúa transitando por la selecta vereda repleta de clavos, vidrios y espinas, atorado por la inadmisión crítica.
Como caudillo absolutista de una cúpula desgreñada de su organización política, sin darse cuenta que desafía la armadura gobernante y a la sociedad que le descendió de la cúspide. Tira la piedra y esconde el brazo, como la gatica de María Ramos, utilizando como tontos útiles a jóvenes sin lastre y apuestos.
Y arroja esa partida en vez de asumir su responsabilidad ante tantas imputaciones, y proponer ponderadamente soluciones a tres pandemias que agobian a la colectividad: el saqueo de sus correligionarios a las arcas públicas, el Covid-19 y la guerra de Ucrania. Sus petardos encorvan a los más erguidos.
Relamido, con una mascarilla que le tapa el rostro quizás para que no lo reconozcan, el magnate oriundo de Arroyo Cano (Bohechío, San Juan) se presenta en las reuniones del comité político del PLD, escuchando como un pendejo y sin hablar, posiblemente para no regresar a sus padecimientos cutáneos y ni que se aceleren los emocionales. ¡Qué mala suerte tenemos los dominicanos con los presidentes!
“Nano” (hace más de 60 años que no responde por ese apelativo) sigue campante y sonante, olvidando que por el resto de su vida cargará con dos pesados fardos, que sólo rodarán por el pavimento con el descargo de un juez, luego de un juicio fundado en la profesionalidad, la objetividad y la imparcialidad.
Si no se despejan las dudas y conjeturas con una decisión judicial, muchos continuarán llenándose los buches alimentados por informaciones oficiales y extras, que ocuparán voluminosas páginas de los libros de historia.
El actual presidente del Partido de la Liberación Dominicana luce inmune a los actos de corrupción, comenzando con Odebrecht que, según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, entre el 2001 y 2014 sobornó a funcionarios y legisladores de R.D. con 92 millones de dólares en contratos para la construcción de obras de infraestructuras gubernamentales. No se ha dicho si está incurso en esas maniobras ilícitas, particularmente en la termoeléctrica Punta Catalina.
Tampoco se conoce si está siendo investigado sobre su posible participación en la operación “Anti-Pulpo”. El 17 de diciembre de 2021, la Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA) acusó ante el Tercer Juzgado de la Instrucción del Distrito Nacional a parientes cercanos y altos militares de confianza del ex jefe de Estado de acoplar un entramado que estafó al Estado con miles de millones de pesos.
El planeamiento, la táctica y el método/traza del citado “genio estratégico” se pigmentó desgraciado en una primera etapa: no pudo modificar la Constitución para proseguir en el poder, dividió al PLD y provocó el descalabro de su Penco. Y más aciagos han sido los arrestos y enjuiciamientos. Dice el conocido adagio pueblerino que “Los tropezones hacen levantar los pies”, y el filósofo chino Confucio (551-AC-478 AC) sostuvo que “El hombre que ha cometido un error y no lo corrige comete otro error mayor”.
En esa ladera, Danilo Medina personifica la antítesis del emperador Hirohito.
Para prueba, una clavija: durante la Segunda Guerra Mundial, Japón comenzó a perder el vigor de fuego y el comandante en jefe de la flota combinada de su Armada, almirante Isoruku Yamamoto (gran estratega), planteó que la alternativa más viable para vencer a Estados Unidos era con un topetazo preciso y rotundo. Y, en 1941, las tropas del Imperio del Sol Naciente embistieron la base naval de Pearl Harbor, en Hawaii: destruyeron 200 aeronaves, hundieron cuatro acorazados y eliminaron a dos mil 400 estadounidenses.
Esa acometida desató los demonios del gobierno norteamericano de Harry S. Truman. Primero, derribó el avión en que viajaba Yamamoto (murió al instante, el 18 de abril de 1943) y, segundo, en 1945 lanzó dos bombas atómicas en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, que causaron cerca de 250 mil muertes, y allanaron el camino para la capitulación del Japón.
El emperador Hirohito propuso la rendición de su país y, por esa razón, el 14 de agosto de 1945, renunció el Primer Ministro, almirante Kantaró Suzuki, así como los otros miembros del gabinete o Consejo Supremo de Guerra (los famosos “seis grandes”). Y, ante el deshonor de la derrota, el ministro del Ejército, general Korechika Amani, se autoeliminó, y en la nota de suicidio expresó que “Como soldado japonés, debo obedecer a mi Emperador”, y “Yo, con mi muerte, me disculpo enormemente con el Emperador por el gran crimen”. Otros jerarcas militares también se inmolaron.
El emperador Hirohito no fue enjuiciado por crímenes de guerra, en virtud de la intervención del comandante de los soldados de Estados Unidos, en el Pacífico, general Douglas MacArthur, bajo el señalamiento de que era necesario para la cohesión y reconstrucción del Japón. Su majestad terminó aliado a los gringos, y siguió en el trono -como monarca constitucional y no como soberano imperial, hasta su fallecimiento en Tokio, el 7 de enero de 1989 (a los 87 años). Así se coronó el reinado más extenso del universo, en ese momento; como el más longevo y como el reconstructor del Japón.
Este relato no tinta en la ficción. Balandra en la materialidad y autenticidad, en un contexto histórico. Y premura como una sentencia o máxima en el linaje de los comportamientos o actitudes de ciertas estirpes, con validez conductual ahora.
Con una macabra historia de militarismo fascista y absolutista, Hirohito abdicó para salvar a sus congéneres nipones de los norteamericanos, por lo cual se convirtió en un “símbolo del Estado y la unidad del pueblo”. Lavó su imagen belicista, selló una nueva Era en su país, la del advenimiento del “milagro económico”, y hoy reposa en el museo imperial de Tokio como el Emperador divino.
¿Habrá en República Dominicana otros como Korechika Amani?, ¿aparecerá un protector similar a Douglas MacArthur? o ¿en otro contexto histórico, sería solicitado en extradición? Luce que, en el porvenir inmediato, más peledeístas se sacrificarían en plazas públicas para no ir a las ergástulas, a otros les reclamarían -por la dialéctica de los acontecimientos- que renuncien a la dirección de un partido político en esta peligrosa encrucijada, para que no termine de hundirse en el pantano, y unos terceros se dedicarían a freír espárragos.
Cordialmente,
Oscar López Reyes
Periodista-mercadólogo, escritor y articulista de El Nacional,
Ex Presidente del Colegio Dominicano de Periodistas.
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